Son muchos los días extraños que este encierro está provocando, son muchos los ratos de vacío y nostalgia que me asaltan por la imposibilidad de poder ver o tocar a quienes hacen que mi camino se llene de prados verdes, días soleados y arcoíris. Demasiado tiempo pensando en decisiones ya tomadas y ejecutadas, y demasiado planeando lo que vendrá después. Pero lo que más me desconsuela es ver cómo no soy la única que sufre, si no que esos que han solado mi camino de baldosas amarillas, allanando con esmero la ruta en la medida de sus posibilidades, aunque no lo verbalicen a menudo, también extrañan el contacto, esos abrazos de más de siete segundos capaces de curar las enfermedades del alma, las heridas del tiempo y restablecer el equilibrio moral.
A veces, uno de esos seres divinos también tiene un día de mierda, y en vez de enfadarse con el mundo, proferir infinitas quejas por lo asqueroso de la situación que le ha tocado vivir, porque no se merece la angustia por la que está obligado a transitar; simplemente pide que le cuentes un cuento antes de dormir, para poder relajarse con una sensación más agradable que la que la vida real le ofrece. Entonces, a pesar de no haber aprendido nunca narrativa, reúnes un poco de valor e imaginación, tomas una antigua anécdota y creas alrededor de ella toda una escena costumbrista que tranquilice el pánico de no volver a ser quienes fuimos...
<< Era un día de invierno bastante soleado, a pocos días de
terminar el año. Acababa de romper todas mis limitaciones morales autoimpuestas
en temas de relaciones. Estaba nerviosa y sentía una mezcla de confusión y clarividencia;
que a ratos me provocaba una euforia desorbitada, y a ratos me sumía en un
profundo "enmimismamiento", dejando parlamentar a todas esas
vocecillas que han dirigido mis pasos a lo largo de toda mi vida, y que por una vez estaban de acuerdo en
criticar duramente mi decisión de incumplir mis propias normas.
Por una vez, me sentía completamente decidida a saltar al vacío, sin tener ni idea de lo que había al fondo del abismo; pero no podía dejar pasar la oportunidad de sentirme viva, aunque un poco inconsciente. Necesitaba sentir y disfrutar todo lo que me estaba pasando, aunque mis decisiones supusieran desmontar completamente el modelo ideal por el que había pasado media vida trabajando.
Para aliviar, un poco, el torrente de: emociones, pensamientos,
cálculos de consecuencias, listas de pros y contras; que se venían sucediendo
desde hacía un par de días en mi cabeza, decidí desempolvar los trastos de
ciclismo e irme a rodar un poco por la casa de campo. Subir El Garabitas
siempre me ha proporcionado una sensación de placer y desconexión comparable
con largas rutas por La Sierra, aunque eso sí, mucho más corto y asequible. No
estoy segura de si tal vez huía de las voces, o buscaba algo de aire puro que
se llevara un poco la angustia por la sensación de traición que me acechaba.
La ruta transcurrió sin demasiados sobresaltos, aunque subir
a media mañana por el carril del río es una tarea bastante complicada. Como no
llevaba especial necesidad de hacer marca, simplemente me dejé llevar con una
cadencia suave, que me condujera hasta mi zona de entrenamiento sin riesgos
extraordinarios por la inconsciencia de viandantes.
A pesar de no tener intención de hacer un trabajo excesivo,
la ruta me dejó considerablemente fatigada, gracias a lo cual mis vocecillas se
adormilaron durante el resto del día. Después de comer, mi cuerpo pedía a voces
una regeneración, y me dejé vencer por el sopor, a pesar de saber que
disfrutaría de la visita de la razón de todas mis “nuevas” tribulaciones a no
mucho tardar. Cuando quise darme cuenta, ya estaba allí esperándome, sin un
previo aviso que yo hubiera procesado correctamente. Me incorporé, me vestí
rápidamente, y me despedí con un simple -hasta luego- del resto de habitantes
de mi hogar.
Volvía a estar al borde de la histeria. Mi corazón parecía
una “mascletá” de San José, desbocado, absolutamente incontrolable, ni siquiera
con algunas respiraciones profundas, ejecutadas en el ascensor mientras bajaba
al encuentro de la razón de mi absoluta enajenación, pude calmar el ansia y
excitación por un nuevo encuentro. No lograba concebir (aún lo ignoro, pero
estoy aprendiendo a dejar de buscar respuestas a lo que no atiende a razones
lógicas del entendimiento) cómo una persona tan especial y maravillosa como
aquella había decidido que merecía la pena perder el tiempo con alguien como
yo.
Allí estaba, aparcada, donde se había convertido en habitual
encontrarnos o despedirnos. Dibujé la mejor de las sonrisas despreocupadas que
pude en mi cara y saludé tranquilamente. A pesar de que las pocas voces que me
apoyaban en toda aquella locura, insistieran en que la abordara enérgicamente,
tomé una nueva y profunda bocanada de aire, antes de entrar en el coche,
intentando sosegar la excitación. Saludo tierno, intercambio cortés de
información superflua y nos pusimos en marcha.
Yo le había informado de que no era mi mejor día, estaba
físicamente agotada, me pesaban las piernas por el esfuerzo matutino, además de
llevar algunas noches seguidas de poco descanso. Sin embargo, ella tenía un
plan para recargar mi batería. Sin más, me dejé llevar… Mientras conducía, no
podía dejar de mirarla, seguramente con cara de extraordinaria fascinación. Me
invadía la incredulidad: ¿Cómo un ser, tan bonito y luminoso, había podido
reparar en mí?, ¿por qué había sido yo destinataria de tan maravillosa
fortuna?, ¿qué puedo tener yo para ofrecer a alguien que ha vivido casi todo y
en todas partes?... Entre miradas fugaces, sonrisas y conversaciones ligeras
llegamos al destino, su piso de estudiante.
Una vez dentro del apartamento, dejé mi abrigo sobre la
butaca con orejeras de la entrada, y tomándome de la mano, me dirigió a la que
había sido su habitación durante sus años de facultad. Me pidió que me acostara
sobre la cama, me relajara y me dejara ir donde mi subconsciente quisiera
llevarme. (Me vuelve loca esa mezcla de ciencia y misticismo que emana cuando se
trata de asuntos de tratamiento del cuerpo y mente.) Se colocó sentada, frente a
mi cuerpo completamente estirado, se asió a mis tobillos e hizo su magia… No sé
cuánto tiempo pasamos en aquella situación, reconozco que yo caí en más de una
ocasión en cierto estado de duermevela. La sensación de tranquilidad, sosiego y
bienestar eran indescriptibles, parecido a lo que nos han contado del Cielo,
Paraíso, Valhala y todas esas estancias teológicas imaginarias a las que el ser
humano ha aspirado llegar después del tránsito por esta tierra.
Admito que no tengo una idea clara de lo que pasó aquella
tarde salvo algunas pinceladas anecdóticas, sin embargo, la recuerdo con cierta
ternura.
Ella había pensado que después de ese “breve” receso, tal
vez saliéramos a tomar algo, pasear por la ciudad, cenar… No contó con la
necesidad de interacción física que me venía provocando. Una vez terminado el
“tratamiento” la atraje hacia mi y la besé, nos dejamos caer abrazadas unos
minutos. He de reconocer, que a pesar de defender fervientemente que lo que se
ve con los ojos se pierde con el tiempo, no puedo dejar de mirarla cuando la
tengo cerca: cómo frunce el ceño cuando se concentra o alguna idea inesperada
asalta su mente, cómo se deja vencer y cierra los ojos apoyada en mi hombro
mientras su respiración se relaja, cómo sus ojos cabalgan dibujando un
triángulo entre los míos y mi boca diciéndome que espera una reacción por mi
parte… Me parece la criatura más bella que jamás he visto y me mira con los
ojos más tiernos y amorosos que se pueden tener.
Más besos y mimos se sucedieron durante un rato, hasta que
de repente se incorporó enérgicamente y profirió un súbito: -¡¡A LA MIERDA!!- Me
dejó tan sorprendida como asustada, aún estaba aprendiendo a tratarla y no
esperaba una reacción tan efusiva de su parte. Hasta entonces me había parecido
una persona sumamente tranquila y controlada en estos menesteres. La sensación
de haber hecho algo mal, de haberla molestado o incomodado se apoderó de mi y
el pánico me invadió por completo. Apenas fueron unos segundos, pero me
parecieron una eternidad. Al ver mi cara se echó a reír y con un: “ahora lo
verás”, se despojó de su camiseta y me desembarazó de mi polo… -Que digo yo,
que, si nos vamos a quedar un rato aquí, así mejor…- decía mientras tiraba
enérgicamente de mis pantalones. Ni que decir tiene que no tardé en ayudarle
con los suyos…
Nos exploramos, amamos y reconocimos con tanto cuidado y
pasión como dos adolescentes novatas experimentando su primer amor. Caricias
que recorrían gran parte del cuerpo y se dejaban sentir en lo más profundo de
las entrañas, besos tan duros y urgentes que te sumen en la catarsis emocional,
abrazos cerrados, contacto directo entre los cuerpos. Su ardor estimulando cada mínima sección de mi piel, duras inmersiones en la curva entre su cuello y
su hombro buscando inhalar su dulce y delicado aroma, suaves mordiscos en los trapecios y hombros, mientras mi cuerpo
convulsionaba incontrolable, efecto de un profundo placer que agitaba y
estremecía cada uno de mis sentidos, seguido de la extraordinaria liberación
tras el cenit de las sensaciones.
Se dejó caer sobre mí unos instantes. Me encanta sentir su cálida piel húmeda contra la mía, su peso ligero sobre mi y su momentáneo calor equilibrado con mi temperatura habitual. Resbaló hasta acurrucarse a mi lado y con un suave beso en
la frente y un: -descansa- encerrado en un susurro volvió a acurrucarse sobre
mi hombro…
Así nos sorprendió la noche, mucho más avanzada de lo que
habíamos pensado y nuestros estómagos se quejaban sonoramente. Decidimos
intentar salir a buscar algún escondrijo donde aún nos sirvieran algo, aunque
no encontramos más que una cervecería. Un par de pintas con frutos secos
después, maridando una alegre charla con la que seguir conociéndonos, llegó la
hora (algo indecente) de decidir volver a casa.
Ese momento temido de la separación, la despedida aderezada por la incertidumbre de si habrá una próxima vez. Aún nos ocurre que, en los momentos previos a la inminente separación, de repente, la conversación se vuelve monosilábica, nuestro talante se torna compungido y nuestras manos se asen con más fuerza. Como si así, deseándolo con mucha fuerza y a la vez, se pudiera evitar el regreso a una realidad, que había quedado relegada a un segundo plano durante la fantástica velada.
Me devolvió a mi barrio y tal como había venido se fue, dejando tras de sí una estela fugaz y una momentánea sensación de ausencia, pero la certeza de que se estaba
fraguando, a fuego no tan lento, una preciosa historia de amor, confianza y respeto. >>
Cuando después de hacer entrega del cuento (por capítulos, debido al sin fin de interrupciones y solicitudes de comunicación extraordinarias, en estos días inciertos), sientes, aunque no lo veas, cómo ese ser de luz ha vuelto a dibujar una preciosa sonrisa en su rostro, relajado su ceño. Te permites pensar que en algún momento, mientras leía, ha soltado alguna carcajada o abierta sonrisa mostrando esa colección de magníficos marfiles de su boca. Entonces te das cuenta que tal vez tú también necesitabas ese cuento antes de dormir.
No sabemos cuándo acabará esta locura, no conocemos las consecuencias que nos acarreará este encierro, no sabemos cómo, ni quién acabará severamente afectado. Pero podemos intentar mantener vivos los buenos sentimientos. Podemos volcarnos en las buenas sensaciones para poder sobrellevar mejor todo el miedo e incertidumbre que despierta este estado excepcional.