lunes, 8 de febrero de 2016

La fortuna de las relaciones interpersonales.

A veces no me doy cuenta de lo afortunada que he sido una y otra vez con las personas que se han ido cruzando en mi camino y se han quedado a compartirlo... Se dice pronto y fácil, pero no todo el mundo tiene la suerte de poder conservar relaciones de décadas, cuanto menos de las primeras décadas de vida.
Poder afirmar que tengo "amigos de toda la vida", y que sea literalmente cierto que son una pequeña pluralidad, es un privilegio al alcance de muy pocos. Por eso, a lo largo de mi vida he incurrido en el error de pensar que era sencillo lograr la confianza que cimenta ese tipo de relaciones. Ahora 25, 15, 7 años después sólo recordamos que siempre nos llevamos bien, pero no recordamos los detalles del camino que recorrimos para inspirar en el otro y en nosotros mismos esa fe que lleva al éxito de las relaciones.
Me doy cuenta que las personas cada vez son más desconfiadas, más celosas de lo suyo y "los suyos". Cada vez más egoístas, ya nadie antepone la felicidad del hermano en detrimento de la propia, la generosidad ha muerto, sin hablar de la desconfianza que lleva a algunos a una continua posición defensiva.
Los cumplidores del Undécimo Mandamiento sin temor ni reticencias han desaparecido, pero no podemos culparlos. La envidia, la soberbia y un injustificado sentimiento de inferioridad ha minado la personalidad de nuestros jóvenes hasta hacerlos tan dependientes de la imagen y el qué dirán que prefieren unirse a quien da bien en la foto, que a quienes les despiertan curiosidad e inquietudes.
Yo también me equivoqué con algunas personas, pequé de confiada, tal vez, pero no me arrepiento y volvería a hacerlo una y otra vez... Prefiero haber tenido el corazón roto y que alguien se ocupara de volver a recomponerlo que tener uno impenetrable y solitario, amargo... Una y mil veces volvería a los requiebros y zalamerías que aparentemente molestan a algunos. No lo siento, me niego a cambiar, me resisto a ser un ente impersonal más. Me opongo brutalmente a sospechar de cada sonrisa que me dedican, me resisto a considerar a los demás enemigos u oponentes, antagonistas en esta historia que acaba de empezar.
No, no pienso en cambiar el mundo, me bastaría con cambiar sólo mi entorno, que todos los que se crucen por mi vereda sean capaces de sonreír, confiar y amar como yo o como aquel loco llamado Jesucristo esperaba. Y no, no he dicho querer, he dicho AMAR porque hay una diferencia fundamental que se da por hecho pero que empiezo a dudar que todo el mundo la reconozca.
El querer lleva implícito el deseo de posesión, como se quiere un coche, una casa... No me refiero a eso, yo hablo de la satisfacción de ver cómo el otro consigue sus metas, el gozo de saberlo feliz y dichoso, la alegría de compartir aunque sea el dolor de una pérdida o una enfermedad. Me refiero a ese sentimiento que hace que las distancias no existan, ni el tiempo, sólo dos partes de un todo, algo que poco o nada tiene que ver con las necesidades de la carne. Algo demasiado perfecto para que nuestra limitada psique comprenda.

AMAR http://dle.rae.es/?id=2E4Cede
AMOR http://dle.rae.es/?id=2PGmlay
QUERER http://dle.rae.es/?id=UnvXEIb

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