miércoles, 25 de marzo de 2020

Amar en Cuarentena


Son muchos los días extraños que este encierro está provocando, son muchos los ratos de vacío y nostalgia que me asaltan por la imposibilidad de poder ver o tocar a quienes hacen que mi camino se llene de prados verdes, días soleados y arcoíris. Demasiado tiempo pensando en decisiones ya tomadas y ejecutadas, y demasiado planeando lo que vendrá después. Pero lo que más me desconsuela es ver cómo no soy la única que sufre, si no que esos que han solado mi camino de baldosas amarillas, allanando con esmero la ruta en la medida de sus posibilidades, aunque no lo verbalicen a menudo, también extrañan el contacto, esos abrazos de más de siete segundos capaces de curar las enfermedades del alma, las heridas del tiempo y restablecer el equilibrio moral.

A veces, uno de esos seres divinos también tiene un día de mierda, y en vez de enfadarse con el mundo, proferir infinitas quejas por lo asqueroso de la situación que le ha tocado vivir, porque no se merece la angustia por la que está obligado a transitar; simplemente pide que le cuentes un cuento antes de dormir, para poder relajarse con una sensación más agradable que la que la vida real le ofrece. Entonces, a pesar de no haber aprendido nunca narrativa, reúnes un poco de valor e imaginación, tomas una antigua anécdota y creas alrededor de ella toda una escena costumbrista que tranquilice el pánico de no volver a ser quienes fuimos...




<< Era un día de invierno bastante soleado, a pocos días de terminar el año. Acababa de romper todas mis limitaciones morales autoimpuestas en temas de relaciones. Estaba nerviosa y sentía una mezcla de confusión y clarividencia; que a ratos me provocaba una euforia desorbitada, y a ratos me sumía en un profundo "enmimismamiento", dejando parlamentar a todas esas vocecillas que han dirigido mis pasos a lo largo de toda mi vida, y que por una vez estaban de acuerdo en criticar duramente mi decisión de incumplir mis propias normas. 

Por una vez, me sentía completamente decidida a saltar al vacío, sin tener ni idea de lo que había al fondo del abismo; pero no podía dejar pasar la oportunidad de sentirme viva, aunque un poco inconsciente. Necesitaba sentir y disfrutar todo lo que me estaba pasando, aunque mis decisiones supusieran desmontar completamente el modelo ideal por el que había pasado media vida trabajando.

Para aliviar, un poco, el torrente de: emociones, pensamientos, cálculos de consecuencias, listas de pros y contras; que se venían sucediendo desde hacía un par de días en mi cabeza, decidí desempolvar los trastos de ciclismo e irme a rodar un poco por la casa de campo. Subir El Garabitas siempre me ha proporcionado una sensación de placer y desconexión comparable con largas rutas por La Sierra, aunque eso sí, mucho más corto y asequible. No estoy segura de si tal vez huía de las voces, o buscaba algo de aire puro que se llevara un poco la angustia por la sensación de traición que me acechaba.

La ruta transcurrió sin demasiados sobresaltos, aunque subir a media mañana por el carril del río es una tarea bastante complicada. Como no llevaba especial necesidad de hacer marca, simplemente me dejé llevar con una cadencia suave, que me condujera hasta mi zona de entrenamiento sin riesgos extraordinarios por la inconsciencia de viandantes.

A pesar de no tener intención de hacer un trabajo excesivo, la ruta me dejó considerablemente fatigada, gracias a lo cual mis vocecillas se adormilaron durante el resto del día. Después de comer, mi cuerpo pedía a voces una regeneración, y me dejé vencer por el sopor, a pesar de saber que disfrutaría de la visita de la razón de todas mis “nuevas” tribulaciones a no mucho tardar. Cuando quise darme cuenta, ya estaba allí esperándome, sin un previo aviso que yo hubiera procesado correctamente. Me incorporé, me vestí rápidamente, y me despedí con un simple -hasta luego- del resto de habitantes de mi hogar.

Volvía a estar al borde de la histeria. Mi corazón parecía una “mascletá” de San José, desbocado, absolutamente incontrolable, ni siquiera con algunas respiraciones profundas, ejecutadas en el ascensor mientras bajaba al encuentro de la razón de mi absoluta enajenación, pude calmar el ansia y excitación por un nuevo encuentro. No lograba concebir (aún lo ignoro, pero estoy aprendiendo a dejar de buscar respuestas a lo que no atiende a razones lógicas del entendimiento) cómo una persona tan especial y maravillosa como aquella había decidido que merecía la pena perder el tiempo con alguien como yo.

Allí estaba, aparcada, donde se había convertido en habitual encontrarnos o despedirnos. Dibujé la mejor de las sonrisas despreocupadas que pude en mi cara y saludé tranquilamente. A pesar de que las pocas voces que me apoyaban en toda aquella locura, insistieran en que la abordara enérgicamente, tomé una nueva y profunda bocanada de aire, antes de entrar en el coche, intentando sosegar la excitación. Saludo tierno, intercambio cortés de información superflua y nos pusimos en marcha.

Yo le había informado de que no era mi mejor día, estaba físicamente agotada, me pesaban las piernas por el esfuerzo matutino, además de llevar algunas noches seguidas de poco descanso. Sin embargo, ella tenía un plan para recargar mi batería. Sin más, me dejé llevar… Mientras conducía, no podía dejar de mirarla, seguramente con cara de extraordinaria fascinación. Me invadía la incredulidad: ¿Cómo un ser, tan bonito y luminoso, había podido reparar en mí?, ¿por qué había sido yo destinataria de tan maravillosa fortuna?, ¿qué puedo tener yo para ofrecer a alguien que ha vivido casi todo y en todas partes?... Entre miradas fugaces, sonrisas y conversaciones ligeras llegamos al destino, su piso de estudiante.

Una vez dentro del apartamento, dejé mi abrigo sobre la butaca con orejeras de la entrada, y tomándome de la mano, me dirigió a la que había sido su habitación durante sus años de facultad. Me pidió que me acostara sobre la cama, me relajara y me dejara ir donde mi subconsciente quisiera llevarme. (Me vuelve loca esa mezcla de ciencia y misticismo que emana cuando se trata de asuntos de tratamiento del cuerpo y mente.) Se colocó sentada, frente a mi cuerpo completamente estirado, se asió a mis tobillos e hizo su magia… No sé cuánto tiempo pasamos en aquella situación, reconozco que yo caí en más de una ocasión en cierto estado de duermevela. La sensación de tranquilidad, sosiego y bienestar eran indescriptibles, parecido a lo que nos han contado del Cielo, Paraíso, Valhala y todas esas estancias teológicas imaginarias a las que el ser humano ha aspirado llegar después del tránsito por esta tierra.

Admito que no tengo una idea clara de lo que pasó aquella tarde salvo algunas pinceladas anecdóticas, sin embargo, la recuerdo con cierta ternura.

Ella había pensado que después de ese “breve” receso, tal vez saliéramos a tomar algo, pasear por la ciudad, cenar… No contó con la necesidad de interacción física que me venía provocando. Una vez terminado el “tratamiento” la atraje hacia mi y la besé, nos dejamos caer abrazadas unos minutos. He de reconocer, que a pesar de defender fervientemente que lo que se ve con los ojos se pierde con el tiempo, no puedo dejar de mirarla cuando la tengo cerca: cómo frunce el ceño cuando se concentra o alguna idea inesperada asalta su mente, cómo se deja vencer y cierra los ojos apoyada en mi hombro mientras su respiración se relaja, cómo sus ojos cabalgan dibujando un triángulo entre los míos y mi boca diciéndome que espera una reacción por mi parte… Me parece la criatura más bella que jamás he visto y me mira con los ojos más tiernos y amorosos que se pueden tener.

Más besos y mimos se sucedieron durante un rato, hasta que de repente se incorporó enérgicamente y profirió un súbito: -¡¡A LA MIERDA!!- Me dejó tan sorprendida como asustada, aún estaba aprendiendo a tratarla y no esperaba una reacción tan efusiva de su parte. Hasta entonces me había parecido una persona sumamente tranquila y controlada en estos menesteres. La sensación de haber hecho algo mal, de haberla molestado o incomodado se apoderó de mi y el pánico me invadió por completo. Apenas fueron unos segundos, pero me parecieron una eternidad. Al ver mi cara se echó a reír y con un: “ahora lo verás”, se despojó de su camiseta y me desembarazó de mi polo… -Que digo yo, que, si nos vamos a quedar un rato aquí, así mejor…- decía mientras tiraba enérgicamente de mis pantalones. Ni que decir tiene que no tardé en ayudarle con los suyos…

Nos exploramos, amamos y reconocimos con tanto cuidado y pasión como dos adolescentes novatas experimentando su primer amor. Caricias que recorrían gran parte del cuerpo y se dejaban sentir en lo más profundo de las entrañas, besos tan duros y urgentes que te sumen en la catarsis emocional, abrazos cerrados, contacto directo entre los cuerpos. Su ardor estimulando cada mínima sección de mi piel, duras inmersiones en la curva entre su cuello y su hombro buscando inhalar su dulce y delicado aroma, suaves mordiscos en los trapecios y hombros, mientras mi cuerpo convulsionaba incontrolable, efecto de un profundo placer que agitaba y estremecía cada uno de mis sentidos, seguido de la extraordinaria liberación tras el cenit de las sensaciones. 

Se dejó caer sobre mí unos instantes. Me encanta sentir su cálida piel húmeda contra la mía, su peso ligero sobre mi y su momentáneo calor equilibrado con mi temperatura habitual. Resbaló hasta acurrucarse a mi lado y con un suave beso en la frente y un: -descansa- encerrado en un susurro volvió a acurrucarse sobre mi hombro…

Así nos sorprendió la noche, mucho más avanzada de lo que habíamos pensado y nuestros estómagos se quejaban sonoramente. Decidimos intentar salir a buscar algún escondrijo donde aún nos sirvieran algo, aunque no encontramos más que una cervecería. Un par de pintas con frutos secos después, maridando una alegre charla con la que seguir conociéndonos, llegó la hora (algo indecente) de decidir volver a casa. 

Ese momento temido de la separación, la despedida aderezada por la incertidumbre de si habrá una próxima vez. Aún nos ocurre que, en los momentos previos a la inminente separación, de repente, la conversación se vuelve monosilábica, nuestro talante se torna compungido y nuestras manos se asen con más fuerza. Como si así, deseándolo con mucha fuerza y a la vez, se pudiera evitar el regreso a una realidad, que había quedado relegada a un segundo plano durante la fantástica velada. 

Me devolvió a mi barrio y tal como había venido se fue, dejando tras de sí una estela fugaz y una momentánea sensación de ausencia, pero la certeza de que se estaba fraguando, a fuego no tan lento, una preciosa historia de amor, confianza y respeto. >>



Cuando después de hacer entrega del cuento (por capítulos, debido al sin fin de interrupciones y solicitudes de comunicación extraordinarias, en estos días inciertos), sientes, aunque no lo veas, cómo ese ser de luz ha vuelto a dibujar una preciosa sonrisa en su rostro, relajado su ceño. Te permites pensar que en algún momento, mientras leía, ha soltado alguna carcajada o abierta sonrisa mostrando esa colección de magníficos marfiles de su boca. Entonces te das cuenta que tal vez tú también necesitabas ese cuento antes de dormir. 

No sabemos cuándo acabará esta locura, no conocemos las consecuencias que nos acarreará este encierro, no sabemos cómo, ni quién acabará severamente afectado. Pero podemos intentar mantener vivos los buenos sentimientos. Podemos volcarnos en las buenas sensaciones para poder sobrellevar mejor todo el miedo e incertidumbre que despierta este estado excepcional.